Habitar la poesía
Por Antonio Gamoneda
Vivir la poesía,
habitar la poesía. Es ésta una circunstancia liminal que comporta el
conocimiento, la advertencia extremada de un, a su vez extremado, hecho
existencial: “Lo bello no es otra cosa que el comienzo de lo terrible”. Así
diría Rainer Maria Rilke habiendo leído La morada fugitiva, el
último libro de Gonzalo Márquez Cristo.
“Todo grito es
sagrado”, dice en una ocasión del libro su autor. Repárese en la total
acomodación de esta “bella” y “terrible” denotación al pensamiento rilkeano,
con el que, por cierto, el poeta colombiano no ofrece afinidades que pudiéramos
entender literarias. La línea citada es una muestra, fuera de contexto, de otra
afinidad, más profunda, que puede darse, que se da de hecho, en no pocos
excelentes poetas.
A “la flor que se
abre en la tormenta” convoca también Márquez Cristo. Cierto: la flor de la
poesía “se abre” en un mundo atormentado por los poderes fundamentados en la
injusticia. Así, sin decirlo en términos informativos, queda dicho en la
vigilada y tensa conducta de esta palabra poética.
No debe buscarse
primordialmente en ella, en la palabra poética de Márquez Cristo, aunque no
falte, una comunicación de carácter metapoético, pues importa mucho más
entender que la poesía, la poesía que lo es, se confunde íntimamente con
la vida; como un órgano más nuclear y necesario en ella, en la vida.
La poesía, sí,
cabe que se manifieste “fugitiva”, pero la fugitiva retorna; retorna a su
espacio natural, a la vida; una vez más y siempre, a la vida.
Ábrase con
respeto, con acendrada cautela, este libro simultáneamente luminoso y profundo,
apasionado y apasionante, escrito por Gonzalo Márquez Cristo.
En la
intemperie del poema
Por Armando Rojas Guardia
Decididamente enamora el luminoso
castellano en el que está escrito La
morada fugitiva. Su dicción
es perfecta y su fraseo, majestuoso. Sus versos, trabajados como con pinzas de
oro, son a menudo lapidarios y quedan por largo tiempo gravitando en la memoria
del lector. El desarrollo, contundentemente armónico de la versificación, es en
todo momento litúrgico, porque va sumergiéndonos en una atmósfera litánica de
gravedad religiosa, a la manera de un salmo laico, de un conjuro o de un
ensalmo.
La irreprochable belleza de este
poemario en su aspecto formal no hace sino sacramentalizar la hermosura de su
contenido. Se trata de una meditación lírica en torno a una apuesta existencial
por la ontológica intemperie que significa escribir poesía. Para el poeta ésta
supone e implica abandonar la seguridad de las certezas y caminar sobre la
cuerda floja de un asumido desamparo: sólo cuenta esa indefensión consentida.
Pero, como el acróbata circense, Gonzalo Márquez Cristo, al dar el salto mortal
sobre la cuerda que pende en el vacío, huérfano voluntariamente de todo
asidero, obtiene para él y para nosotros la recompensa de su propia danza
exenta, el efímero y maravilloso movimiento que lleva a cabo su destreza. Los
lectores celebramos emocionados el baile aéreo de esta poesía, tan íntima como
solemne, tan limpia como entrañable.
El fin de los techos
Por Adalber
Salas Hernández
Si el
hombre es trascendencia, ir más allá de sí, el poema es el signo más puro de
ese continuo trascenderse, de ese permanente imaginarse. Octavio Paz
En algún sentido, en
algún momento, todos nos hemos sabido perseguidos. No me refiero, por supuesto,
a la paranoia usual, pedestre, que puede acompañar a cualquier ser humano por
un período de su vida –o toda–, quizás justificadamente. Antes bien, se trata
de una persecución que sólo podría calificarse de ontológica y que nos toca del
modo más hondo, rodeándonos sin aceptar excusas o sobornos, sin comerciar con
preguntas, sin conocer respuestas. Es la persecución que adivinamos en el
abrazo amargo del tiempo. Es la persecución que entrevemos en las escenas
recurrentes de nuestra memoria, donde los muertos –o los vivos haciéndose pasar
por ellos– no señalan e interrogan. Es la persecución que implica el hecho
mismo de hablar una lengua.
Porque
quien habla, quien se halla en posesión de un lenguaje, es sujeto de ese
lenguaje, es acosado por él. Se encuentra sujetado, maniatado por el don de la
palabra. No sólo por los usos sociales de la lengua, que sancionan cuándo y de
qué manera está permitido decir, sino también por las palabras mismas,
cada una de ellas con su larga, invisible caravana de recuerdos. Los vocablos
rebosan con un significado que no escogimos, lo llevan a cuestas y lo dejan
caer en nuestra boca: es por ello que toda frase que pronunciamos suena a eco,
pues contiene voces que no conocemos, pero que nos determinan. Nuestra lengua
nos piensa tanto –o más– como nosotros la pensamos a ella. Ser, para el dotado
del habla, es inevitablemente ser perseguido.
Ante
esta sujeción, hay quienes optan por la fuga. Sin embargo, no se trata de una
huida cualquiera, pues el ser humano no puede huir de la lengua; se trata, en
todo caso, de aprender a subvertir cada sílaba de cada oración, hallando en
ellas ese espacio vacío, esa tierra de nadie, donde no significan, donde es
posible imaginar para ellas un sentido insólito. Quienes deciden intentar este
escape, no se fugan de la lengua, sino hacia la lengua, hacia la terra
incognita que hay en ella. Quienes escogen este camino, no pueden abandonarlo
luego, sin importar que lo recorran en prosa o en verso, en relatos, ensayos o
poemas.
Gonzalo
Márquez Cristo es uno de ellos. Ha escogido hacer en el lenguaje poético su morada
fugitiva, su hogar que es viaje interminable. Y no es azaroso que sea
justamente ese el título de su último libro: La morada fugitiva. En este
volumen cuajan décadas de experiencia huyendo de los cercos del lenguaje a
través de las vías –de las venas– secretas de la poesía.
Ya entre
sus primeras páginas, podemos topar con versos como estos:
Amanece:
Las
palabras se vuelven transparentes
Al salir
veo cómo se abre el silencio.
Hay un
idioma que sólo hablan
Quienes
acaban de nacer.
Gonzalo Márquez. Fotografía de Nereo López |
El poema del que forman parte se titula “Ars mutandi”, y no en vano: nos llevan, como lectores, a la escena de la salida, que también lo es de profunda transformación, pues en ella ocurre el primer atisbo de una palabra deslastrada de historias y conceptos. Una suerte de materia semántica pura, translúcida, apenas visible a esa hora indecisa en que el cielo se abre y amanece. Es exactamente a esa hora en que se parte en busca de ese idioma hecho con la arquitectura del silencio, sin importar si se escribe de noche, durante la tarde o con el primer sol de la mañana: siempre que se inaugura un texto que desea para sí un lenguaje desasido, aliento húmedo de origen, se escribe en pleno amanecer.
Pero
inmediatamente luego de la partida, topamos con la incertidumbre. ¿Qué tierras
son estas, móviles, que no aparecen en ningún mapa? Buscar el sentido insurrecto
de las palabras implica poner en crisis todo lo que ellas aseguraban,
apuntalaban en su sitio. Es canjear la memoria de las cosas por su negativo. Es
por ello que Márquez Cristo se pregunta en el poema “Palabras para
Eurídice”: ¿Quién conoce la geografía del olvido? Nadie puede
asegurar estar familiarizado con ella; debe ser reinventada por cada viajero
que la transite. Tal vez esta sería una manera de entender cada poema que
leamos: un mapa dejado por quienes se internan en el olvido de la lengua.
La
incertidumbre no da tregua. Debe ser sufrida en toda su extensión. Quien
escribe buscando, primero tiene que perder la vista: La cicatriz del
horizonte invade mis ojos, podemos leer en el texto “Llueve en el
poema”. Pero es que solamente con ese horizonte cortando la mirada, puede
hacerse patente hacia donde es necesario dirigirse. Ya abandonada la prisión de
la lengua común, nada más queda avanzar en pos del hogar que es la lengua
prometida:
Persigue
la casa que navega
Consagra
tu cuerpo sometido
Iníciate
en la sed.
Así
rezan –nunca mejor dicho– los versos pertenecientes a “Las muertes
inconclusas”. El ansia mueve hacia esa nueva casa, brote inesperado en
medio del destierro. El poeta, el viajero impenitente, sabe que su salvación se
cifra en esa sed. “El hombre es el ser que padece su propia trascendencia”1,
escribe María Zambrano en Los sueños y el tiempo, y entre su sentencia y
la poética de Márquez Cristo hay una íntima consonancia. El ser humano se ve
llamado a salir de sí, aunque tal empresa signifique su ruina. Quien escribe no
sólo debe renunciar a las paredes y el techo de su cómodo universo simbólico a
cambio del descampado, sino que incluso debe perder la propia voz,
enronquecerla de tanta sed, para aprender a hablar nuevamente.
El hogar
inédito que buscan estos poemas está ya en ellos, fugaz. La morada que intentan
se edifica cada vez que el poema se escribe, aunque sea para perderse poco
después. Así lo confiesa el poema “La casa que huye”:
Y
en la oscuridad cuando las palabras
Se
agrandan, subo a mi voz.
Lo
que di nunca ha regresado.
Esta
es la casa que huye.
Dar lo
que nunca volverá: otro aprendizaje brutal al que nos somete esta escritura. El
ascenso hacia la propia voz es una labor que se lleva a cabo en condiciones
arduas, ya que nada más puede hacerlo quien se ha iniciado en la sed. Esa sed
que no se aplaca, que es la huella misma de la casa que huye, la que se busca
en cada texto.
No puede
ser de otra manera. El hogar que intenta esta poesía es, por definición, el
lugar de lo inhóspito. Es una morada con paredes de lluvia, con un piso que
siempre cambia, donde se padece calor y frío. Y sin techo, por supuesto: esta
poesía decreta el fin de los techos.
Porque
no se dedica a intentar una lengua inexpugnable, ni a tallar para sí un nombre
que resista el embate de los elementos. Porque ha hecho del desalojo su oficio.
Está cosida por preguntas, esta poética, ya que es la forma retórica del
descampado. “¿Quién no ha sufrido el destierro del lenguaje?”, se escucha en La
morada fugitiva, el relato lírico, o poema en prosa, que titula y cierra el
volumen. “¿Pero quién regresa a una casa que se mueve?”, se vuelve a escuchar
en el mismo texto. “¿No es la poesía aquello que huye?”, oímos una vez más, en
un texto que significativamente lleva por título esa interrogante. Preguntar es
poner en crisis, es impugnar el sentido dado de las cosas. Transitar lo
desconocido.
Y ello
también conlleva “leer lo que no ha sido escrito”, para decirlo con las
palabras que Giorgio Agamben consigna en Ninfas: “Las constelaciones
celestes son, en este sentido, el texto original en que la imaginación lee lo
que nunca ha sido escrito”.2 Esta frase bien podría valer por una
profesión de intemperie. Desarticular los sentidos usuales de la lengua, producir
un cortocircuito en la circulación del significado, para así hallar lo
soslayado o lo nunca imaginado, es justamente aprender a leer lo que, por
definición, es a-significante. Leer lo que no ha sido escrito: leer el afuera,
es lo que entraña La morada fugitiva.
Lo cual
no es, en la práctica de la escritura, más que invitar al afuera, hacer que
habite en nuestras palabras. Así cada una de ellas estará marcada por él,
tendrá la frente descubierta y los hombros dispuestos a un cielo implacable. La
poética de Márquez Cristo lo comprende bien, como deja ver en estos versos
pertenecientes al poema “Nadie tiene nombre en el origen”:
Esta
noche la lluvia escribe en mis manos
Y sólo
prevalece lo frágil.
Es
imperativo experimentar aquí la muerte y el renacer de cada palabra: muerte de
su sentido usual, condición necesaria para que se abra a la pluralidad de
sentidos que lleva en el texto poético. Fabricar con la caducidad de las
palabras una fortaleza no vista: esa paradójica fragilidad que prevalece.
Inventar
lo que aún no existe: sin esta pulsión poética, no sería posible el desarrollo
de ninguna lengua. Todos los hablantes participamos en ello, lo sepamos o no.
Pero quien se entrega a la poética de lo descubierto, del cielo abierto y
feroz, lo hace de un modo consciente. Un notable poeta venezolano supo ponerlo
inmejorablemente en “La traducción es agua de mi tercera sed”, esas
anotaciones publicadas en el volumen Acercamientos a Alfredo Silva Estrada:
“Cuando el poeta comienza a escribir un poema parte de algo inexistente, de
algo que todavía no es, que no está nominado: vacío impulsor, cúmulo confuso de
experiencias que no bastan para constituir un cuerpo verbal, incompletitud,
carencia, en fin, quién sabe, ni el mismo poeta lo sabe”.3 Si la
lengua no cojeara, si la falta no fuera su núcleo constitutivo, su médula, la
poesía no existiría. Y esta poética que despliega Márquez Cristo comprende bien
que su misión no es suplir esa falta, sino explotarla: tomarla por labor y
designio, construir ese cuerpo verbal, siempre incompleto, del cual todos
participamos.
Valga
decir: volver una y otra vez a ese primer silencio entrevisto, recrear el
amanecer que signó la primera salida:
Poesía:
Insurrección
del silencio
Sacrificio
para una deidad extinta.
Estos
versos se hallan al final de “Arte poética”, y no es casual la simetría
que se establece entre ellos y los versos de “Ars mutandi”. En ambos el
silencio se presenta como una necesidad –y en este último caso, como un trabajo
a ser realizado, como una violencia a ser ejercida. Sacrificio es el
vocablo que articula este deber. La revuelta del silencio, la entrada a los
sentidos insólitos de los vocablos. Lúcidamente, la lengua es entonces
sacrificada a la lengua: por esa vía la deidad extinta de las palabras pierde
su rostro mortuorio y adquiere su cara inesperada.
Esta
poética despliega un estilo casi versicular, casi profético, que borra las
fronteras entre la prosa y el verso, obligando al lenguaje a un más allá, a un
descolocamiento que hace imposible situarlo en un solo espacio. Los versos
quedan suspendidos, cada uno en su propia gravitación semántica, mostrándose en
toda su extrañeza antes de declararse como parte de un conjunto mayor: el
poema. Por eso empiezan todos en mayúsculas: marcan así su doble validez, cada
uno en sí mismo y en función del conjunto.
No hay otra forma. Solamente así puede edificarse el hogar que huye: a través de la fuga misma
de la lengua en la lengua. De ahí las frases, emblemáticas, del poema-relato “La
morada fugitiva”: “Y ahora que la lengua se convierte en flecha, que
nuestro origen fue proscrito, que el viento trae las herencias arrasadas,
veremos nuevamente la morada fugitiva”. No más legados que carguen la sombra al
caminar. No más origen opresivo, sólo origen en el horizonte. No más óxido en
las sílabas, en las comisuras de los labios. Nada más la creación constante,
siempre inconclusa, de la morada sin techos, la única que es fiel a las
potencias del lenguaje.
1. Zambrano,
M. (2006). Los sueños y el tiempo. Madrid: Ediciones
Siruela (p.
21).
2. Agamben, G. (2010). Ninfas. Trad. Antonio Gimeno Cuspinera.
Valencia: Pre-Textos (p. 52).
3. Borzacchini, C. (2005). Acercamientos a Alfredo Silva Estrada. Caracas: Grupo Editorial
Eclepsidra (p. 50).