Hacer del devenir nuestro hogar
más propio o la Ítaca impermanente
Por Juan Carlos Arboleda
Morar: habitar, residir de asiento
en algún lugar. La anterior definición semántica de morada nos trae la
connotación de permanencia, de identidad, de refugio, de protección. ¿De qué? Del
tiempo; pero no del tiempo climático sino del tiempo ontológico.
Con ésta enigmática figura paradójica el poeta nos conduce a esta múltiple
ambigüedad. La primera: el refugio se nos ha vuelto esquivo y estamos desamparados
en la intemperie corriendo tras de él (¿muerte metafísica?)
La segunda, aún más pavorosa: nuestra morada se volvió el devenir mismo y
lo único que nos salva es el nombre sacro primero del poema.
Zarathustra no deja de advertirnos: “Quien se cansa de vivir, degenera
en eternidad”, como adhiriéndose a la segunda connotación de una filosofía dionisíaca
del devenir.
Al escritor Gonzalo Márquez Cristo lo leo como un poeta metafísico de la
ontología esencial de la existencia, que recusa constantemente a la realidad
visible y al tiempo, en su búsqueda incansable de lo trascendente (sed de
infinito).
Su poesía es invocadora, evocadora, provocadora del profundo pensar que
significa la conmoción de existir.
Tanto la confesión del primer sustantivo adjetivado de morada (la cual
es fugitiva), como sus proliferación de imágenes que invitan a pensar a través
de la paradoja, nos llevan a una riqueza polisémica y polifónica de
connotaciones ontológicas.
Porque sólo la paradoja poética nos podrá salvar del absurdo llano,
plano, demasiado plano que estamos viviendo.
Su reclamo soteriológico es patente, y aún cuando señala a nuestra época
como la protagonista de nuestra decadencia, se entrevé y atisba una sospecha permanente
frente a las bondades del tiempo, de lo histórico; esa inclemencia de lo
efímero, lo provisional, lo aleatorio. De hecho y derecho, su soteriología es a-histórica.
En el devenir todos los refugios se han vuelto opacos. El nacimiento, la luz, el
origen y lo visible no son confiables y llevan el estigma de una injusticia
original (Anaximandro).
Todos los grandes sistemas metafísicos de sentido han muerto, y lo peor,
hemos olvidado que han muerto. (¿Volver a Nietzsche?)
El poeta renueva esa crisis a efectos de salir del marasmo espiritual. Ya
no es la luz por fuera de la caverna; ahora es el dolor de la herida la que nos
hará recordar nuestra divinidad esencial y original, perdida por el olvido. Odiseo,
olvidando volver a Ítaca, es despertado por el relámpago. Sólo que ésta Ítaca se
ha vuelto “fugitiva”, impermanente.
“Un viaje precede a la vida”… Eso también dijo Ulises renunciando a
Penélope, insistiendo en el extravío: que no haya morada ni sosiego que
detengan mi huida.
Veamos las imágenes del temblor, inscritas en La morada fugitiva, que nos despiertan del sueño de las sombras de
la caverna; falso refugio de las apariencias.
“La cicatriz del horizonte invade mis ojos”.
¿La del nacimiento, la del amanecer? El peor duelo es nacer.
“La jerarquía de lo invisible”.
¿Aquella que vela la belleza profunda? Hace mucho perdimos el rigor de
la verticalidad y olvidamos que los dioses nos olvidaron.
“Liturgia del fuego”.
¿O el canto de lo efímero, la vida?
“Canta durante los ocasos; escucha al tiempo cerrando sus puertas; vive
tu precaria eternidad”.
¿O los horrores de Saturno devorando a su propio hijo? ¿O los sacrificios
aztecas colmando al sol de sangre? Porque ya no es la eternidad… es la intensidad
del canto de nuestros duelos.
“Porque mi voz, mi rostro y mis manos migran”.
¿Quién se reconocerá en su destierro? Que todas las migraciones sean
nuestra carta de ciudadanía.
“Tiempo de presencias abatidas”.
¿El anterior canto que podría ser de Zarathustra, de Hölderlin, de Heidegger,
es una recusación en contra del presente, el más inauténtico tiempo de todos
los tiempos?
¿Si ya no sabemos de nuestra propia ausencia, ¿cómo enterarnos del olvido
del ser? Porque ya ni los entes son lo suficientemente presentes.
De todas formas, en una poesía de tonos místicos y a la vez críticos, no
dejo de sentirme morbosamente atraído por ese desprecio alciónico hacia la realidad,
entendida ésta, como las apariencias visibles que carecen de toda consistencia
y esencia; que no pueden, como los dioses, reposar en sí-mismas.
Al respecto Heidegger nos dice:
“¿Quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene
en la palabra?
Mas lo permanente lo instauran los poetas. ¿Qué es lo que instaura? El ser.
El poeta nombra a los dioses y a todas las cosas en lo que son, en su esencia. Poetizar
es el dar nombre original a los dioses”.
Citas de Heidegger tomadas de su ensayo “Hölderlin y la esencia de la
poesía”.
¿La poesía?
Es la madre de la eternidad. Muertos todos los emisarios de lo eterno, sólo
ella nos habla del tiempo anterior a todo tiempo en la imagen inmóvil del Eterno
Retorno. Y en éste sentido, como afirma La
morada fugitiva ella es un “sacrificio para una deidad extinta”: Heracles,
Dionisos, Cristo.
Todas las economías de la eternidad están sometidas a la inclemencia
histórica, esto es, nacen, crecen, envejecen y mueren. Porque padeciendo esa oscura
sentencia hecha hace más de un siglo (“Dios ha muerto”), los estertores de un cristianismo
moribundo han infectado nuestro aire. Ya nadie se reconoce en sus mitos
atroces; ni siquiera de la primera caída.
Sólo la poesía, canto primero, podrá salvarnos.
Pero continuemos nuestro hondo diálogo con Márquez Cristo:
“Hay un idioma que sólo hablan
quienes acaban de nacer”.
¿El asombro o el terror mudo? Después de todo, en el principio no fue el
verbo; fue el canto: transfiguración de todos los lamentos por la fuga del ser intentando
recuperarse por medio de la danza.
“Mis manos son raíces nómadas”.
Porque, para colmo de todas las atrocidades, los árboles también serán desterrados,
obligados a vagar sin rumbo fijo.
“¿Desde cuándo leo el libro del fuego?”
Desde que leo la vida.
“La muerte ya nada nos enseña”.
¿Heidegger decapitado?
“Supe que la luz es la muerte; que el miedo me inventa; que todo
misterio agoniza. Que siempre miente lo real”.
Su acercamiento y evocación al romántico Novalis es patente.
Es claro que al habernos sustraído del misterio, sólo nos quedamos con
la incertidumbre, duda que nunca arriba al ser: apenas nos otorga la verdad. Sin
embargo, quien es “inventado por el miedo”, es iluminado por la angustia
auténtica de-veladora, emoción límite de lo metafísico: ese espejo mágico de la
nada.
Con todo, volvemos a la recusación del místico Anaximandro en voz del
poeta: “La primavera es una traición…” enunciado enigmático que enlaza con “sobrevivir
equivale a una traición”.
¿Sed de ocaso? ¿Forjador de una voluntad para el abismo? ¿Soñador de desiertos?
¿Sospecha atroz de todo nacimiento?
Ningún origen es inocente.
“¿Hace cuánto me convertí en pregunta?”
Cuando caímos en la trampa de la palabra. Sin embargo, el poeta es rebelde
en su esperanza original e insiste en la inocencia primera: “Sé que cuando
devolvamos la palabra, los dioses retornarán…”
Existió un origen intacto, una primera palabra llamada inocencia, que
nunca entendieron porque eran inocentes.
Pero si existió una primera palabra que fue inocencia, devino después de
ésta, otra palabra que fue caída, consciencia desventurada de la culpa, y
supimos de sus fatalidades en la verdad, en el conocimiento.
“Edipo, nadie pregunta para vivir …”
Ese error, ese errar, ese horror, como diría Octavio Paz, ha sido la hamartía
de no elegir el árbol de la vida. Toda verdad, tarde que temprano, nos merma el
ser.
Cuando el espíritu ha sido aniquilado por la verdad, de nada sirve sacarse
los ojos.
“¿Por qué sentiste que el sol se
desplomaba al amanecer?”
Con dicho presagio absurdo, la serpiente emplumada instauraba el
advenimiento del nihilismo azteca: la sangre no alcanzó para alimentar a nuestro
sol. Hemos sido traicionados de nuevo por la luz.
Porque la voluntad de saber terminará aniquilando a la voluntad de
poder. “Sócrates, escucha la música”.
Y en esto viene la ayuda del poeta con su voluntad de irrealidad.
La poesía de Gonzalo Márquez Cristo es un rescate del mito bajo un ojo
crítico; una muy original hermenéutica de dichos símbolos que actualiza la grandeza
y la belleza de la antigüedad para confrontar la bajeza del presente. Márquez
Cristo evoca a Heráclito El “Oscuro”, y también a Anaximandro el “místico” (el
silencio y las tinieblas supra-esenciales anteriores a cualquier murmullo), deshaciendo antinomias como alquimista de la edad media y proponiendo
interrogantes del asombro. Nos devela que lo absolutamente distinto ha dejado
de estar distante. “La historia del fuego es cantada por el agua” (Apocalipsis de la Rosa ); ¿“Hasta cuándo
debemos pagar todo lo que le hicimos a la noche”? (La palabra Liberada). “Oh prófugo de lo visible… Recuerda Edipo:
nadie pregunta para vivir” (La morada fugitiva);
imagen que vislumbra la filosofía y la poesía como una “aventura peligrosa” de
quien se acerca a la verdad o al poder destructor de la lucidez.
La revelación podrá enceguecernos o salvarnos poniendo en riesgo nuestra
existencia. La Esfinge
fue aniquilada con el veneno del conocimiento y dicha desventura la padeció
también Edipo. Saber es de por sí la
Hybris que se paga con desgracia y su precio se llama sufrimiento
(Prometeo). Toda duda será temeraria. La verdadera tragedia no está en Padecer;
la verdadera tragedia está en Ver (Homero, Tiresias, Casandra, Hamlet).
Sólo quedará entonces
el consuelo de la memoria
y aceptar de nuevo que
la belleza profunda
es invisible.