“El ojo-escucha” es una constatación y no solamente una imagen: Ver y escuchar se combinan en la lectura de un poema y su combinación manifiesta un compromiso sin reservas del lado del autor a quien uno lee escuchándole, a quien uno escucha leyéndole. El lector-oyente se encuentra así llevado fuera de sus referencias habituales porque es todo su cuerpo quien se vuelve atento. Extraño momento donde eso que es exterior se transforma en interior en el compartir de la expresión.
Mi encuentro con los poemas de Gonzalo Márquez Cristo fue en primera instancia auditiva, y marcado justamente por ese pasaje en mi interioridad, de una materia verbal desconocida que de repente despertaba una correspondencia. En el entorno —del Festival de Poesía donde nos conocimos— mucho sentimentalismo, mucha demagogia, pero en su morada todo lo contrario, medida, discreción, una especie de lentitud luminosa escandida de sonoridades cuyo encadenamiento hacían oír una precisión, una simplicidad rigurosa.
Lo asombroso es que estas cualidades enseguida se revelarán parlantes, ellas actuarán en mi comprensión por medio de una evidencia rítmica que las dota del poder de sentirlas, no de palabra a palabra, sino en el movimiento. Aquello es bastante raro para permanecer siendo notable, por la razón de que la impresión recibida fue solamente verbal, sin la menor seducción del sujeto o de las imágenes. Tal cual persiste mi primer contacto con la poesía de Gonzalo Márquez y ese encuentro ha conservado toda su vivacidad.
Hablar, entender, esmerarse a leer son enseguida esfuerzos necesarios que se oponen al consumo pasivo o fascinante que hoy reina. La verdad, escribe Gonzalo, “es decir lo prohibido”. Por consiguiente es necesario resistir a la moda de las palabras fáciles. No se trata ni de poetizar ni de reafirmar el “yo” sino —según su legado— de disolverlo en la fermentación del verbo: La escritura enseña a morir en sí misma y de ninguna manera a halagar su narcisismo.
El tiempo pasa, yo aprendo a desaprender a fin de captar las “palabras perdidas” que manifiestan la falta de absoluto denunciado por la poesía de Gonzalo. Carencia que —revela el poema— nos exige más vigilancia crítica, más pensamiento, cada vez más compromiso en el ejercicio de la lengua. Hay —y eso da una gran energía a su trazo— un deseo de desbordamiento bastante violento para poner el original en el futuro y atravesar la muerte a contracorriente. Pero ¿qué es un rostro después de todo? Sólo una identidad pasajera esperando que vengan otros nombres. Todo poema consumado vuelve anónimo a su poeta mientras que se aleja su sombra.
La oscuridad no es lo que uno cree: Ella está tejida de resonancias y de sueños creadores. Es la sustancia impersonal y sin embargo íntima que el poema de Gonzalo metamorfosea a medida que verso tras verso construye la génesis de un mundo donde la infancia nos es restituida. Una infancia que nos recobra, no la inocencia, sino el asombro de renacer a la solidaridad por la exploración de la lengua común.
La voz de repente incendia las tinieblas y hace de la soledad el soporte del encuentro…
Mi encuentro con los poemas de Gonzalo Márquez Cristo fue en primera instancia auditiva, y marcado justamente por ese pasaje en mi interioridad, de una materia verbal desconocida que de repente despertaba una correspondencia. En el entorno —del Festival de Poesía donde nos conocimos— mucho sentimentalismo, mucha demagogia, pero en su morada todo lo contrario, medida, discreción, una especie de lentitud luminosa escandida de sonoridades cuyo encadenamiento hacían oír una precisión, una simplicidad rigurosa.
Lo asombroso es que estas cualidades enseguida se revelarán parlantes, ellas actuarán en mi comprensión por medio de una evidencia rítmica que las dota del poder de sentirlas, no de palabra a palabra, sino en el movimiento. Aquello es bastante raro para permanecer siendo notable, por la razón de que la impresión recibida fue solamente verbal, sin la menor seducción del sujeto o de las imágenes. Tal cual persiste mi primer contacto con la poesía de Gonzalo Márquez y ese encuentro ha conservado toda su vivacidad.
Hablar, entender, esmerarse a leer son enseguida esfuerzos necesarios que se oponen al consumo pasivo o fascinante que hoy reina. La verdad, escribe Gonzalo, “es decir lo prohibido”. Por consiguiente es necesario resistir a la moda de las palabras fáciles. No se trata ni de poetizar ni de reafirmar el “yo” sino —según su legado— de disolverlo en la fermentación del verbo: La escritura enseña a morir en sí misma y de ninguna manera a halagar su narcisismo.
El tiempo pasa, yo aprendo a desaprender a fin de captar las “palabras perdidas” que manifiestan la falta de absoluto denunciado por la poesía de Gonzalo. Carencia que —revela el poema— nos exige más vigilancia crítica, más pensamiento, cada vez más compromiso en el ejercicio de la lengua. Hay —y eso da una gran energía a su trazo— un deseo de desbordamiento bastante violento para poner el original en el futuro y atravesar la muerte a contracorriente. Pero ¿qué es un rostro después de todo? Sólo una identidad pasajera esperando que vengan otros nombres. Todo poema consumado vuelve anónimo a su poeta mientras que se aleja su sombra.
La oscuridad no es lo que uno cree: Ella está tejida de resonancias y de sueños creadores. Es la sustancia impersonal y sin embargo íntima que el poema de Gonzalo metamorfosea a medida que verso tras verso construye la génesis de un mundo donde la infancia nos es restituida. Una infancia que nos recobra, no la inocencia, sino el asombro de renacer a la solidaridad por la exploración de la lengua común.
La voz de repente incendia las tinieblas y hace de la soledad el soporte del encuentro…