Por Gonzalo Márquez Cristo
Porque lo sagrado existe sin dios y lo
mágico no ha desaparecido a pesar del vértigo de la ciencia; y porque el arte
abstracto parece agonizar víctima de un sucesivo fraude que fuera denunciado en
los orígenes por Duchamp; luego de legar un importante cúmulo cromático y
audaces composiciones que deben ser reintegradas a lo figurativo (Roberto
Matta); el pintor colombiano Fernando Maldonado, como otros creadores de la
disidencia, se enfrenta en la cotidianidad a su sugestivo universo que irrumpe
en un tiempo donde todavía el arte es una forma de la especulación.
Durante casi un siglo se han esgrimido
notables argumentos contra el abstraccionismo (su para-interpretación,
sus obvios equilibrios, su propensión a reiterarse...), pero nunca se ha
reflexionado sobre su insalvable distancia de la muerte, pues es evidente que
la naturaleza está más amenazada, por la entropía, por el entorno, por el amor,
o por cualquier accidente interior, que un triángulo o un paralelepípedo. Y en
ello habita un inhumano distanciamiento esencial.
Si el arte abstracto es la aparente
supremacía de la geometría y de lo gasesoso sobre el devenir, el regreso de la
figura en todas las latitudes, en este comienzo de milenio, nos ha ofrendado la
posibilidad de disfrutar de los caminos abiertos por Lucien Freud o Balthus, y
de apartarnos de los comerciantes de manchas y de cruces, que pretenden lo
simple ornamental o un misticismo ligero, y en el peor de los casos esconder
una incapacidad técnica o imaginativa (André Breton).
Ya en el origen de sus metamorfosis
Maldonado proponía su sugestiva serie de Anunciaciones, donde el famoso
tema bíblico es actualizado, y las vírgenes con tatuajes o vestidos sintéticos
acompañan a los ángeles que con armaduras de maderas crean su atemporalidad.
Luego su arduo proceso creativo se fue enriqueciendo, y las renuncias
iluminaron sus búsquedas, para recordarnos que la mutación es el único sendero
evolutivo, y que jamás existe avance sin pérdida.
La magia y sus representaciones ocupó su
obra durante algunos años. Los chamanes abstraídos y sus sombreros voladores
nos llevaron por a un territorio tan primitivo como inquietante. Su exploración
en la antropología y en la superstición, fue poblando sus cuadros de hombres
levitantes, de peces enjaulados, de antiguos camiones suspendidos en el aire
por influjo de alguna planta mágica, de conejos hechizados, de sombras con agujeros y de mujeres
escindidas, que constituyen su paisaje interior.
Fernando Maldonado se reconoce náufrago
del navío expresivo del siglo XX y aquello lo ha conducido a plantear una
lúcida crítica de las manifestaciones especulativas del arte contemporáneo; y
es así como los personajes de sus más recientes cuadros (pintados con una
perspectiva singular, donde picados y visiones laterales convergen), ahora se
pasean, duermen o cenan sobre cuadros de Mondrian, Miró, Pollock o Paul Klee,
que les sirven de arrugadas alfombras o manteles. Y en ese escenario de
secretos y cáusticos homenajes, no es extraño ver entre escobas la rueda de la
bicicleta de Duchamp, o alguna sacralizada escultura, usada para colgar
abrigos...
El origen nos busca. Lo ritual y lo
mágico profundizan nuestros sueños; parecía decirnos en su génesis. Pero
actualmente ha elegido un refinado juego de espejos, una interpictoridad, para
recordarnos que no existe más sofisticada seductora que la muerte ni mejor
laberinto que el construido por el tiempo, donde no existe Ariadna que pueda
salvarnos del peligro de su centro.
Maldonado sabe con Cardoza y Aragón que el
olmo puede darnos peras e incluso rosas y estrellas, pero sólo si todo
simulacro es denunciado, y si caminamos por el camino más difícil, que es el
del hallazgo.