Leonel Góngora - Foto: Gonzalo Márquez Cristo
Por Gonzalo Márquez Cristo
¿Para quién posan las mujeres pintadas por Góngora? ¿Esas imágenes en actitud felina, que se ofrecen al espectador en una introspección casi hiératica, con ojos inmensos como canoas y una mirada estrábica, dueñas de unas manos gigantes de ave de presa, para quién se muestran, si es evidente que no es para el amante y ni siquiera para satisfacer el voyerismo del artista? ¿Esas figuras ausentes que tienen la tensión de una fotografía, un suspenso irresoluto que las aproxima a lo sagrado, y que —como sabemos sus devotos— no están frente al espejo, acaso no se desnudan para ser observadas de manera furtiva por la muerte?
¿Cómo logra el artista plasmar un objeto sexual completamente inaccesible? ¿Con cuánta audacia asume la labor de forjar unos cuerpos febriles que desean ser espiados tan solo por la dueña de todos los temblores y alaridos, por la oscura espectadora de la guadaña, como me confesara el propio demiurgo durante las conversaciones que constituyeron el reportaje La casa del ojo, realizado semanas antes de su fallecimiento en Massachusetts?
En una obra donde el contorno es protagónico, fiel al regreso a las dos dimensiones que impusieran los geniales pintores de comienzos del siglo XX, el artista colombiano que hizo de la errancia un credo, deja en su corpus pictórico el legado perturbador de una mujer que se asemeja poco al ser cotidiano pero demasiado a la creatura rapaz de nuestra zoología fantástica. Visionarios como François Boucher (por su temperatura), Edvard Munch (por sus acentos), Paul Delvaux (por su onirismo) y Amadeo Modigliani (por su estilización), lo antecedieron con mundos paralelos donde lo femenino adquiría una gravedad, a veces galante o fantasmal, que escasamente tenía que ver con la representación y demasiado con la esencia de sus inquietantes cuerpos expuestos. Leonel Góngora, pasajero de aquella estética herida, desde el universo elemental y arduo del dibujo se adentraría por esas mismas geografías trémulas de sus fulgurantes antecesores, simplificando las formas, llevando su obsesivo tema a un punto límite, a una precisión de líneas necesaria para que esa ninfa de la contemporaneidad, tatuada y con ligera indumentaria urbana, revistiera ese poderío inexpresable, abrevando en aquel sombrío lugar, provocador de todo estremecimiento.
Si le creemos a André Malraux cuando sentencia que el artista es quien somete las formas a un estilo, Leonel Góngora encuentra allí su definición más radical. La estilización del cuerpo femenino en sus dibujos funda un universo que lo determina y —más que eso— lo hace inconfundible. Su único tema puebla toda su obra, hasta un horizonte en el cual las escasas veces donde aparece una figura masculina siempre corresponde al mismo artista, narcisismo extremo —o mejor, nostalgia adánica—, fundamental en su serie El pintor secreto, que iniciara a partir de la década del setenta; una búsqueda que sólo cesaría el 26 de junio de 1999, cuando en Boston pudo saber para siempre, quién vigilaba desde el otro lado a sus criaturas estremecedoras. ¿Quería decirnos acaso, que para recobrar la mirada, abolida en este tiempo agobiado por un diluvio de imágenes, teníamos que comenzar por pintar unos ojos eclipsados, ambiguos o escindidos?
La pugna erótica y plástica entre el creador y su modelo determina su curso expresivo, recrea la contienda esencial de la mirada, la resonancia de las formas en pos de la mujer imaginaria, que es más real que la oferente de todas las encarnaciones, e instaura un mundo fronterizo —aunque paradójicamente vasto—, mientras el cuerpo femenino, en la reducción sin concesiones aquí impuesta, lo conduce a una experiencia subyugante. Quien observa sus cuadros advierte que esas féminas elaboradas con tanta precisión lírica y consagradas a una lúdica deleitosa, jamás podrían caminar, porque el único movimiento que les sería concedido si lograran evadirse de su congelamiento pictórico sería el ondular de una cobra fascinante.
La fuerza sinuosa de su trazo —su exactitud y libertad—, la admirable incisión de su lápiz, la nube de silencio que irradian sus figuras, no proviene de los senderos transitados por el arte contemporáneo sino del más primitivo deseo del hombre, de una cicatriz primordial. No hay representación en su obra sino presencia: un luminoso acechar. Los cuadros de Góngora, no cuentan, son; están aliados con el instante, no con el transcurrir. La luz lunar con la que construye esos dibujos aviesos, los ornamentos enrollados en los brazos y los cuellos largos de esas Mujeres heridas, Bogotánicas o Vírgenes perversas —tres de sus colecciones más emblemáticas— dejan una impronta indeleble en nuestra retina. Mientras en sus pinturas —que sería mejor denominarlas dibujos coloreados, lejos de cualquier connotación peyorativa—, el rojo, el verde y el amarillo, encuentran una fuerza transgresora. ¿Quién no ha evocado el clima de algunos cuadros de Max Beckman, o el “retrato de Simonetta Vespucci” de Piero di Cosimo —que porta un collar de serpiente—, ante alguna de las refinadas obras de Góngora? ¿Y el “Desnudo recostado” de Modigliani, que determina incluso en la paleta a varios de sus óleos, aunque —como es notable—, no posee esas manos deslumbrantes del artista latinoamericano, que provocan en el espectador muchas veces el deseo de contar sus dedos?
El pintor es un desafiante traductor de lo femenino, soñador de cuerpos que abandonan su volumen y se arquean inventando una lejanía, de rostros ovalados donde jamás aflora una sonrisa, y donde impera esa distancia impuesta por aquella mirada de sus creaciones, que si observamos con atención se trata de una mirada de ciego, o de alguien que observa a través de nosotros. ¿Será esa la causa de la perturbación que nos asiste ante sus mujeres electrizadas?
Los espectadores o vigías de sus cuadros confrontados por esos personajes de tintas y papel, somos una horda de seres invisibles, o en el mejor de los casos, somos creaturas transparentes. ¿No es este cosmos pictórico la metáfora de un mundo femenino, el cual de tanto ser espiado, no puede otear ya la presencia, sino algo que está más allá, en el horizonte de lo invisible, en el territorio donde se origina el miedo?
La angustia que lideró sus primeros dibujos donde abundan personajes mutilados pareciera reinar secretamente. Su pintura es producto del instinto y por eso pertenece a todos los hombres, es la consumación de la rebeldía inconquistable del deseo, de su rayo cardinal, que nunca se descifra.
A comienzos de los años sesenta fundó en México con José Luis Cuevas y Pancho Corzas el Grupo Nueva Presencia, ante la preocupación colectiva por el destino de la figuración, plegado al expresionismo abstracto (especialmente de Gorky y De Kooning), y al rumbo tortuoso del pintor irlandés Francis Bacon; aliento que lo llevaría del universo de desgarrados engendros de la noche al afinamiento corporal, a la magnificación de la geometría femenina, a ese paisaje jadeante que el definía como “la única impostura de la soledad”.
En el erotismo y sus acendrados rituales acecha una emancipación interior, la fuerza capaz de aniquilar algunos insidiosos monstruos del adentro. Góngora, quien se denominaba a sí mismo “el mejor pintor del bajo mundo”, se deleitaba con la frase de Nietzsche: “Soy la mayor autoridad de Europa en materia de decadencia”. Su poderío expresivo, la desfiguración del objeto representado que le concede a su copiosa obra una majestad indescriptible, por cuanto lo femenino es excedido por simplificación, por la agudeza de su contorno esencial, expresa una fisura temeraria, porque un mundo poblado por las mujeres allí pintadas generaría una comarca de sonámbulos —o más exactamente—, de seres que no pueden ser vistos, que no logran acceder al dios capaz de salvarlos de ese pavoroso monólogo, pues por más que excedan su intimismo nadie logrará ser el deseo del otro. Y surge de esa incomunicación la fuerza que define al hombre consecuente con su arte magistral, con el refinamiento de una forma obsedida y poética, poseedor de una voluntad irrecusable y desatada, aquella que se esfuerza por inventar la libertad.