Por Gonzalo Márquez Cristo
Nació en Oviedo, España, en 1931.
Considerado uno de los poetas españoles más importantes del siglo XX. Autor
de Sublevación inmóvil (1966), Descripción de la
mentira (1977), León en la mirada (1979), Lápidas (1987), Edad (1987), Libro
del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Solo
luz (2000), Arden las pérdidas (2003), Cecilia (2004)
y Canción errónea (2013). Su obra fue
reunida bajo el título Esta luz por Galaxia Gutenberg en 2004.
Durante este encuentro en León, el
prestigioso poeta galardonado con el Premio Nacional de España (1988), el Reina
Sofía (2005) y el Cervantes (2006), compartió durante 24 horas su descarnada
agudeza y su imperativa necesidad de lo poético.
***
—Por suerte los señores del correo extraviaron las revistas porque hemos tenido que conocernos. Ya sabéis que «amo mis pérdidas» —dijo Antonio Gamoneda refiriéndose al extravío de unos ejemplares de Común Presencia que contenían un homenaje a su labor creativa.
Luego de varias citas postergadas en un raudo periplo por Europa nos habíamos encontrado al fin frente a la deslumbrante catedral de León una fría tarde de verano.
—Ha traído ropa muy ligera y recuerda que yo soy el autor de El libro del frío —dijo contemplándome con curiosidad.
Sonreímos. Eran las tres de la tarde. Su voz estaba colmada de ecos. El cielo era azul, el viento estremecía.
La noche anterior Madrid ardía a más de treinta grados pero el clima había descendido radicalmente tomándome por sorpresa.
—El fuego migra. Debemos creer apasionadamente en el hielo, que siempre resulta profético… —divagó.
Luego para eludir a un grupo de música folclórica que se aproximaba a la plaza, Gamoneda señaló el rumbo y caminando con las manos enlazadas a su espalda recomenzamos esa conversación que nunca se ha detenido desde hace cuatro años cuando comenzamos a cultivar nuestra desolación en el espacio virtual.
—En verdad existen citas que uno debe cumplir, pero conmigo me parece un despropósito... Yo por mi parte, comprobé lo inútil que es el movimiento y ya no quiero viajar más. Ahora sólo intento permanecer en mi barrio.
—¿Pero visita con frecuencia Madrid?
—Mucho más de lo que me gustaría. Es un territorio de topos, una metrópoli subterránea. No me parece responsable vivir en una ciudad. Las carreteras sepultaron los caminos, la luz eléctrica abolió la fuente de enigmas que habita en el rebelde fuego. Hemos elegido la soledad. En el jardín de mi casa hay una adelfa cuya presencia me es necesaria, ¿cómo podría vivir en un lugar tan hostil como todas las urbes? Si abandono este pueblo será para vivir en otro más pequeño, en una provincia, en una aldea.
Caminamos lentamente por las calles de León hablando de poesía. Hacía frío. Gamoneda invulnerable con camisa de manga corta paraba en cada esquina para señalar detalles arquitectónicos del lugar. Sin duda había domeñado el hielo. Entonces tomándome del brazo dijo circunspecto:
—Vamos a hacer las cosas en orden, bueno... Entraremos a una tasca para iluminarnos.
Lo vi prender un cigarrillo que fumó furtivamente para no ser sorprendido por su familia que cuidaba el interdicto médico.
—He aprendido que la amistad es el único sentimiento que critica al tiempo, no el amor que es tan vulnerable y arbitrario.
Súbitamente fuimos interrumpidos por un viajero catalán que lo reconoció preguntándole con voz estentórea:
—¿Es usted el escritor, verdad?
—Bueno, no estoy tan seguro de eso —replicó Gamoneda.
—Con personas como usted sería mejor el mundo, alto poeta —profirió antes de desaparecer.
—Me dieron el Premio Reina Sofía el año pasado, lo cual agradezco, aunque haya sido algo despiadado para mi privacidad —añadió después—. Además me lo otorgaron de manera injusta, ¿cómo se les ocurrió concedérmelo cuando estaba de finalista Blanca Varela? ¡Qué arbitrariedad! Estaban nominados otros escritores de gran prestigio pero me parece que eran narradores, y claro con la poesía no se discute.
Las horas danzaban. Más tarde su esposa preguntó si Colombia era un país tan peligroso como lo describían los periódicos y él un poco desconcertado se apresuró a responder por mí:
—El hambre es peligrosa. La soledad tiende terribles celadas. La injusticia es un crimen, la esclavitud, la melancolía... Y bueno, la poesía debe ser siempre peligrosa!
Más tarde llegó de visita su hija Amelia quien había traducido Desgarradura de E.M. Cioran para Tusquets, lo cual me produjo alguna confianza.
—¡Qué extraño! En mi casa vinieron a encontrarse los amantes del monstruo rumano. Creo que estoy rodeado de seres desahuciados, de condenados metafíscos —intervino con ironía.
Conversamos sobre los riesgos de la traducción y de la verdadera escritura, que «es la traducción del silencio».
—Es notable el castigo al que nos somete el lenguaje, es conocida su obsesión por corregir, por decantar, por elaborar varias versiones de un mismo poema...
—Mi vida es un constante desandar. Creo que todo puede ser depurado, tallado hasta la desesperación. No le soy muy simpático a los editores pues siempre estoy enmendando mis versos. No creo que la publicación sacralice, pienso que un texto por más refinado que sea siempre puede derivar en una forma más exacta, más perturbadora.
—Existe la idea cabalística de que el mundo es perverso porque el escriba del omnipotente dios erró al transcribir una palabra del texto sagrado.... No podemos olvidarlo.
—Es una leyenda muy generosa con el lenguaje, y aunque algunos crean que toda palabra es sustituible por otra, la labor del poeta es demostrar esa imprecisión, porque toda palabra en verdad debe ser la última. Sí, la poesía es el territorio de la última palabra, el poema es el país donde sólo se dice la palabra final.
Entrada la noche confesó su pasión por el vino del Duero: «Este elíxir posee el valor de lo áspero, de lo secreto y no es tan promiscuo como el de Rioja». Luego festejó todos los estadios de la dificultad, celebró el dolor que ilumina.
—Sufrí de niño la Guerra Civil y padecí el hambre, conocí su humillante poder, por eso nunca dejo comida en mi plato —advirtió cuando nos preparábamos para cenar.
Su voz era pausada, sus pensamientos surgían tallados con serenidad, con obstinación como sus versos.
—Es increíble lo devastadores que han sido los políticos, sorprende que el mundo haya sobrevivido a sus ilusiones. Nos condenan, nos excluyen, nos escinden... Y en tanto no deja de ser asombroso, que por ejemplo en Colombia, casi nadie sepa quién es Claudio Rodríguez, nuestro buen poeta, condición muy escasa en todos los tiempos, pero muchos sepan hasta los míseros detalles de los más abyectos dictadores.
—Conocemos más a José Ángel Valente y Gil de Biedma que a Rodríguez —agregué.
—Ellos eran poetas, pero José Ángel escribía sólo con la mente y Gil tenía un rumor anacrónico, lo cual no es lo apropiado. La poesía española está en una crisis preocupante, especialmente si se le compara con la escrita en Latinoamérica o en Portugal, para citar sólo al enigmático Herberto Helder. Los poetas pretenden ser divertidos ahora, ellos, los que dialogaban con la muerte se han convertido en bufones, y eso habla muy mal de nuestros tiempos.
Antonio Gamoneda, su esposa María Ángeles y Gonzalo Márquez en León, 2006
Eran las cuatro de la mañana. Fatigados interrumpimos la conversación para dormir algunas horas, con la promesa de que al día siguiente Antonio Gamoneda con sus 75 años acudiría para ser guía en esa catedral que tenía fama de ser una de las más bellas del mundo, escala obligatoria en el Camino de Santiago.
Visitamos la estatua de Gaudi y nos despedimos para descansar. Al día siguiente Gamoneda fue puntual aunque estábamos golpeados por la noche. Al recogerme en el hotel lo escuché decir con voz grave:
—Bueno, vamos a hacer las cosas en orden. Debemos tomar algo preparatorio. Puede convenir un café con «alegría».
El rústico Orujo hizo efecto muy rápido. Antonio, duplicó la dosis, pero yo opté para esta segunda acometida por el aguardiente en su estado original. Después le dimos la vuelta a la catedral y nos decidimos a entrar.
La sensación fue asombrosa. La gran estructura se diluía en sus gigantescos vitrales. Unos enormes espejos duplicaban las formas ilusorias. Advertí que a Gamoneda después de tantos años de vivir allí aún le parecía esplendente. Nos sentamos en una butaca a contemplar el acierto arquitectónico. Me señaló detalles de la puerta y de la cúpula. La catedral era evanescente, casi de cristal.
—Desde afuera parece invulnerable, de piedra; pero en el interior advertimos que está hecha de la frágil y cambiante luz —reflexionó.
—Los trabajos de la luz, los oficios de la luz —pensé en voz baja.
Decía frases sueltas. Los peregrinos pasaban murmurando. Media hora después abandonamos el descomunal templo y entramos a un bar con el propósito de reiterar el Orujo. Todavía en la memoria escucho su voz pausada lanzando preguntas, hablando de la benéfica soledad, de la fértil desolación, de la importancia de todos los abismos.
El tiempo se dilataba y ya debía apresurarme para poder alcanzar el tren de regreso.
Gamoneda me acompañó hasta la avenida que conducía a la Estación caminando fatigosamente. Allí me despedí por primera vez recibiendo su generosa calidez. Digo por primera vez, pues perdería el tren a Madrid, y como también amo mis pérdidas, gracias a aquel incidente pude regresar un par de horas después a su casa para decirle:
—La próxima vez que viaje a Europa, aunque me encuentre en Praga, vendré a visitarlo. Con pérdida de tren incluida.
Sorprendido acudió a su leit-motiv:
—Vamos a hacer las cosas en orden, podemos indagar en el vecindario por otro Orujo. ¡Hasta el ruin verano puede mostrarse a veces generoso!
«Esta es la Edad del hielo en la garganta», «la memoria es mortal», «la única sabiduría es el olvido»....
Son algunas de sus frases que siempre me acompañan.
Al día siguiente volé de Madrid a Bogotá leyendo su poesía completa publicada cuidadosamente por Galaxia Gutenberg. Los mensajes por Internet se hicieron más frecuentes y muchas veces alivian mi oscuridad.
Hace unas semanas nos cedió sus poemas para publicar una antología en la colección Los Conjurados de Común Presencia: pues en «Colombia hay mucha gente que puede necesitar mi dolor». Y es importante hacerlo ahora: «porque la poesía es la única libertad a la que puede acceder alguien imperfecto como yo».
El 30 de noviembre del mismo año Antonio Gamoneda fue galardonado con el Premio Cervantes, y puedo asegurarlo, ocurrió contra su voluntad. Porque cuando evocábamos al ermitaño poeta portugués Herberto Helder, famoso por haber rechazado los reconocimientos más importantes de su lengua incluido el Camoes, afirmó con voz lacónica:
—Hace bien en hacerlo, es irreprochable su conducta. A mí, al parecer, quieren sitiarme con numerosos premios. Pero la poesía no debe participar de ningún intercambio que no sea el del amor.
A continuación transcribo la totalidad de la entrevista que previa a este encuentro preparé en Bogotá, esa “ciudad atormentada por la lluvia”, donde el poeta del frío revela con austeridad sus cruentos combates con la luz.
***
—«El diálogo entre pensamiento y poesía evoca la esencia del lenguaje para que los mortales puedan aprender de nuevo a habitar en el habla, y este diálogo hasta ahora comienza» —dice Heidegger—; ¿por qué sólo hasta las primeras décadas del siglo XX se empieza a legitimar el vínculo de la poesía con el pensamiento? ¿Por qué la poesía estaba adosada a la música, la política y el amor, legándole a la filosofía y al ensayo todo el escenario reflexivo?
—No coincido plenamente con el planteamiento. Cierto que, en las primeras décadas del siglo XX, se hace presente el pensamiento, pero se trata, en rigor, de un pensamiento poético, desmarcado del pensamiento discursivo, reflexivo o filosófico. Estas modalidades podrán estar, pero será en un plano secundario; no pertenecerán a la esencia del lenguaje y del pensamiento poético.
—Parafraseando a Joyce, ¿es el poeta el obrero del asombro?
—Podemos aceptar la expresión de Joyce. El poeta nos proporciona realidades «imposibles» en el exterior de la poesía.
—Si el traductor es un saqueador de tumbas, ¿cuál fue su vínculo con Dioscórides y Laguna en El libro de los venenos? ¿Fue su intento por actualizar sus obras? ¿O la tentativa por crear a sus predecesores, para decirlo con palabras de Borges?
—La ciencia médica antigua ya no es una verdad científica, sino una propuesta poética. Ni Dioscórides ni Laguna alcanzaron a saber esto. Mi versión del Libro de los venenos consistió en adulterar el discurso convirtiéndolo, en exclusividad, al lenguaje poético.
—Especialista en venenos... ¿Recuerda la frase de Valéry: «Seguí tras la serpiente después de ser mordido...?»
—La había olvidado. Tiene, a mi entender, una significación poética luminosa.
—Lo que llama George Steiner la necesaria traición por magnificación que ocurre en las memorables traducciones, ¿es el verdadero sendero a transitar cuando se sabe que toda palabra es irremplazable? ¿Cuál fue su experiencia al versionar a ese inmenso poeta turco Nazim Hikmet?
—Yo traduje a Hikmet a partir del francés. Creo que fui aceptablemente fiel. En cualquier caso, mi voluntad fue que la versión al español comportase un poema y no un texto informativo.
—La poesía es una riesgosa aventura de la soledad humana. Brodsky decía que muchas cosas pueden ser compartidas: una cama, un pedazo de pan, las convicciones, una amante, pero nunca un poema de Rainer Maria Rilke... ¿Poesía y muerte son las únicas opciones humanas donde es imposible el plagio?
—No estoy seguro de ello. Cada lectura de un poema es un «plagio» y, a la vez, una creación. Rilke aspiraba a morir «de su propia muerte». Por el contrario, como lo postulas, parece que la muerte no es un trámite plagiable; la muerte es, definitivamente, individual, singular.
—La violencia que siempre ronda, la temprana experiencia en la Guerra Civil que marcaría el latido de su escritura... El poeta condenado al silencio comunicante de las imágenes, y la inevitable presencia de la metáfora postrera del príncipe Hamlet cuando dice: lo demás es silencio... En fin... ¿qué podría agregar sobre la promiscua relación: muerte-silencio-poesía?
—Nada.
—¿El poema hace visible lo desconocido?
El poema crea conocimiento de algo que se desconoce. Es revelación. La poesía aplicada a transmitir únicamente lo ya conocido es, simplemente, innecesaria. De otra manera: quizá no es poesía.
—Fuera de Whitman y de Perse es difícil pensar en otras voces reafirmantes, positivas... «Amé las desapariciones», confiesa en uno de sus versos...
Whitman y Perse celebran la existencia sin reservas. Quizá todos los poetas celebramos la existencia; algunos lo hacemos contemplando simultáneamente la muerte.
—Exceptuando la poesía ¿cuál otra herramienta le queda al hombre para sacralizar el mundo?
—Ninguna.
—El problema de la poesía social y la amorosa es su preexistente intencionalidad, en ambas la dirección es nítida... ¿El poema debe aflorar de las tinieblas en busca del relámpago?
—No me parece despreciable esa «preexistente intencionalidad», pero entiendo que antes de manifestarse, ojalá con relámpago, habrá de sumergirse en las sombras, en la conciencia oscura, en las crueles tinieblas creativas. En una palabra: habrá de convertirse en pensamiento poético.
—Durante las últimas décadas la poesía acudió a una ironía fácil, inocua; creyendo que un simple juego de palabras es suficiente para dar en la evasiva diana. ¿El efectismo del humor ha convertido al poeta en un innecesario clown?
—La ironía tiene un fácil éxito. En el mejor de los casos se corresponde con alguna forma de pudor. Más frecuentemente, es un simple artificio ideológico. El poeta-clown me parece un tipo excesivo. Dejémoslo en innecesario.
—Qué piensa de la múltiple búsqueda de sus compañeros de generación: Gil de Biedma, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo...
—Parto de que no existe una búsqueda ni un proyecto común. Nada tienen que ver Claudio o Valente con Jaime Gil o Goytisolo. Creo que, como generación, no existen. Y no serán bien entendidos mientras no se atienda seriamente a su individualidad.
—Cioran al final de su vida se arrepintió de haber entronizado a Diógenes el Cínico argumentando que Epicuro de Samos era el único ser paradigmático, pues la vida sólo encuentra su verdadero sentido en el placer... ¿Es esa intensidad el rumbo a seguir y cuál sería su implicación moral?
—La finalidad de la poesía —incluso de la poesía que germina en el sufrimiento— es la creación de placer. Por razones de analogía profunda, la misma conclusión puede aplicarse a la vida. Hay, sí, una implicación, un límite moral: mi placer no puede ser causa de dolor en los otros.
—La globalización está extendiendo el autismo en la Tierra. ¿Será la provincia la última trinchera para estar a salvo?
—Yo soy un provinciano. Adoro su clima interior. La quietud y el silencio imperfecto de la provincia tienen aún cierto valor como refugio.
—¿Volverán los dioses?
—Nunca.
(León, España, julio de 2006)